Beerot Itzjak en Español Nr 1

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[1] Homenaje a Rav Ovadia: Retorno a la Antigua Grandeza

¿En nuestros días, quién se sorprende de la manera aleatoria en que individuos cobran fama e incluso respeto?  Actores, políticos y empresarios están siempre presentes en las pantallas y páginas de periódicos. El concepto moderno de «celebridad» a menudo no implica ninguna contribución real ni a la civilización humana en su conjunto (los nombres de la mayoría de los premios Nobel son conocidos solamente en círculos académicos y son de poco interés incluso para quienes disfrutan de sus descubrimientos), ni a la vida de algún pueblo en particular. Nuestro pueblo, el pueblo de la Torá, siempre se distinguió en este respecto. A pesar de la gravedad de nuestro exilio, a pesar de toda la influencia del exterior, los nombres de los grandes sabios de la Torá nunca se borraron de nuestra memoria. Nuestro sistema interno de valores (incluso el de personas por desgracia alejadas de la fe de sus antepasados) siempre resguarda las chispas de santidad que no permiten olvidar a Rashi, al Maharal de Praga, a Ben Ish Jai y a muchos otros grandes sabios de la Torá. Justamente los nombres de nuestros sabios están «en el oído» de nuestro pueblo generación tras generación, y ninguna «celebridad del día» eclipsa ni eclipsará nuestros verdaderos valores: grandeza en Torá, cultivo de las cualidades del alma, profunda devoción por el Creador y Su pueblo…

Incluso considerando todo lo anterior, lo acontecido el día 3 de mar jeshván de 5774 (7 de octubre de 2013), fue algo verdaderamente extraordinario. En todas partes de la Tierra de Israel las personas dejaron abruptamente sus negocios, cerraron tiendas y oficinas, salieron de sus casas y de las casas de estudio, y acudieron en masa a Jerusalén. Todos se apresuraban para asistir al funeral del gran sabio y maestro de la Torá de la generación, rav Ovadia Yosef. ¿Quién fue este hombre? ¿Cuál fue su fuerza? ¿Qué obligó a más de 850 mil personas a salir de sus casas y recorrer un camino en muchos casos largo y no sencillo, dada la sobresaturación de todos los medios de transporte, para venir a despedirse de él? (Probablemente  —se dice—  después de la destrucción del Templo esta fue la primera vez que hubo tantos judíos reunidos en un lugar.)

Rav Jaim Ovadia Yosef nació el 12 de tishrei de 5681 (1920) en Bagdad. Cuando tenía cuatro años de edad, su familia se trasladó a Jerusalén. En la tierra de Israel, la familia vivía en pobreza extrema. El padre de rav Ovadia tenía una pequeña tienda, pero esta daba apenas lo suficiente para llegar a fin de mes. Sin embargo, el joven Ovadia fue a estudiar en la yeshivá «Porat Yosef». La palabra «matmid», la cual describe a una persona constantemente entregada al estudio de la Torá, apenas logra insinuar la dedicación de rav Ovadia al estudio. Rav Ovadia estudiaba literalmente sin pausa (y no solamente durante los años de su juventud), absorbiendo libros página tras página. Muy pronto se convirtió en uno de los mejores estudiantes de la yeshivá, y comenzó a estudiar con su rosh yeshivá, uno de los más grandes sabios de la Torá en la Tierra de Israel de la época, rav Ezra Attia.

Sin embargo, en el estudio del joven Ovadia intervinieron circunstancias personales. Una vez rav Attia se dio cuenta de que su discípulo devoto no había asistido al estudio. El rosh yeshivá en persona (como dijimos, estamos hablando de uno de los más grandes sabios de la Torá en la Tierra de Israel en ese momento) fue a la casa del niño para averiguar qué había pasado. El gran sabio se sorprendió al ver la pobreza en la que vivía la familia, y el padre de Ovadia explicó que su hijo debía ayudarlo en la tienda. Rav Attia arguyó con el padre de Ovadia, expresándose acerca de la importancia del estudio de la Torá y sobre el éxito de su hijo; pero nada ayudaba. La familia era muy pobre, y el padre no estaba dispuesto a cambiar su decisión, a menos de que rav Attia encontrara a alguien que supliera al joven Ovadia como trabajador en la tienda, sin que hubiera que pagarle.

A la mañana siguiente, el padre de Ovadia encontró a rav Attia parado ante la entrada de su tienda y vestido con delantal de trabajador.

—Usted dijo que necesita un trabajador a quien no le necesite pagar. Yo seré tal trabajador. Ha de saber que el estudio de su hijo es más caro que mi tiempo.

Al ver la determinación del rosh yeshivá, el padre accedió a que Ovadia siguiera estudiando.

A los 17 años, el joven Ovadia empezó a impartir lecciones, y a los 20 recibió ordenación rabínica. Después de contraer matrimonio con la rabanit Margalit, hija de un rabino de Siria, rav Ovadia vivió algún tiempo en Egipto. Después de su regreso, continuó sus estudios en la casa de estudios «Bnei Zión», encabezada por el gran sabio de la Torá y principal rabino ashkenazí de Jerusalén de entonces, rav Tzvi Pésaj Frank. Además, rav Ovadia se desempeñó como juez de la corte rabínica de Pétaj Tikva. Rav Frank, uno de los más importantes estudiosos su generación, dijo acerca del joven rav Ovadia que sería uno de los más grandes meishivim de generaciones futuras. La palabra «meishiv» tiene dos acepciones: la primera es ‘gran estudioso de la Ley, posek’ y la segunda, ‘quien hace volver a las personas del pecado y el libertinaje a la luz de la Torá’. Después de un corto tiempo, rav Ovadia Yosef personificaría ambas acepciones, desarrollándolas al máximo.

En aras de una comprensión más precisa de la extraordinaria grandeza de rav Ovadia y de su mérito, haremos una pequeña digresión dentro de nuestra narrativa. Es bien sabido que el judaísmo ashkenazí sufrió graves pérdidas durante el Holocausto. El vasto mundo de la Torá, el mundo de las yeshivot europeas, las grandes comunidades… todo dejo de ser. Y, sin embargo, la vida de Torá de los judíos ashkenazíes revivió en la Tierra de Israel y en América, gracias al Todopoderoso y al trabajo desinteresado de sabios prominentes y líderes comunitarios. En las yeshivot renovadas en la Tierra de Israel crecieron ya varias generaciones de sabios de la Torá, personas con genuino temor del Creador. Las escuelas para niñas han educado a un gran conjunto de hijas de Israel.

La historia de los judíos sefardíes fue un tanto distinta. Las comunidades numerosas y cohesionadas del norte de África y de los países árabes de Oriente Medio no fueron afectadas por la catástrofe sufrida por los judíos de Europa. Además, el entorno musulmán hostil contribuyó a que la las comunidades judías sefaradíes prácticamente no sufrieran asimilación. Era casi imposible que ocurriera un abandono masivo de la Torá. En las condiciones apretadas que imperaban, la gente vivía con fe y esperanza en el Creador y en su eventual retorno a la Tierra de Israel.

Justamente el deseo de nuestro pueblo de regresar a su Tierra fue utilizado por quienes organizaron la importación masiva de judíos sefardíes a la Tierra de Israel. Los propósitos verdaderos de estas personas distaban mucho de ser los que declaraban. Los planes de los dirigentes sionistas no incluían en absoluto la preservación de las comunidades dedicadas a la Torá. Y justamente aquí, en nuestra sagrada Tierra, los judíos sefardíes sufrieron una terrible catástrofe. Es aquí donde en manos de apóstatas sin escrúpulos fueron destruidas comunidades que habían resistido largos siglos en un ambiente hostil, y bajo las más duras condiciones. En lugar de la añorada liberación, los aguardaban campamentos improvisados, lejos de las grandes ciudades (para que nadie pudiera interferir con la pesadilla que les tenían preparada); falta de documentación y la falta de derechos (situación comparable a la de los campesinos en la Rusia de Stalin, sin pasaportes y sin derecho a cambiar lugar de residencia); y lo peor de todo —y lo principal—, métodos crueles y salvajes para conseguir que abandonaran la fe de sus padres. Lo tenían todo: desde escuelas no religiosas, donde les arrancaban la kipá a los niños y obligaban a las niñas a usar pantalones y pantalones cortos, hasta pan leudado en Pésaj y comida treif todos los días. Y todo esto bajo el lema del regreso a la Tierra de Israel de quienes durante muchos años soñaron y finalmente obtuvieron. Según los dirigentes sionistas, para vivir en esta Tierra (¡dada por el Todopoderso!) no se necesita la «anticuada y caduca» Torá: basta con trabajar (como kibutznik, es decir, sin pago y sin derecho a cambiar lugar de trabajo y residencia) y entregar a los niños a donde ordenen. Tales políticas fatídicas tuvieron terribles frutos. Los miembros de las comunidades florecientes de antaño se convirtieron en gente de «segunda clase» y sus hijos fueron completamente despojados de la Torá de sus padres. Mientras que los inmigrantes procedentes de Europa revivían sus comunidades y las yeshivot reconstruidas acogían cada vez más estudiantes, entre los judíos sefardíes la Torá cayó en el olvido.

Esta era precisamente la situación en aquellos años, cuando rav Ovadia Yosef inició su trayectoria como mentor de los judíos sefardíes. A pesar de las posiciones que ocupó y su labor de enseñanza, su familia continuó viviendo en pobreza extrema. Sin embargo, inmerso por completo en el mundo de los tanaím y amoraím, rav Ovadia no parecía percatarse de dificultad alguna.

En el cincuenta aniversario de la boda de rav Ovadia, organizada por sus hijos, el rav habló mucho sobre la gran rectitud de su esposa. Entre otras cosas, recordó la manera en que se publicó su primer libro.  Su esposa, la rabanit Margalit, ahorraba dinero para comprar un armario. En una ocasión, rav Ovadia mencionó ante ella que quería publicar algún día una pequeña colección de sus jidushim. Él no le pidió dinero: la idea de la publicación de incluso un pequeño libro era para él no más que un sueño. Sin embargo, su virtuosa esposa le entregó todo el dinero que tenía ahorrado para el mueble.

El libro fue publicado. La rabanit Margalit, de bendita memoria, en ese momento probablemente no sospechaba siquiera la magnitud de su «inversión».  La gente comenzó a hablar del gran sabio de la Torá sefardí. Algún tiempo después, rav Ovadia abrió con sus propios medios una yeshivá, Or HaTorá, para estudiantes dotados sefardíes. La yeshivá no existió mucho tiempo, pero el mismo hecho de su apertura puede considerarse un verdadero milagro. Pocos creían entonces que sería tan solo la primera de muchas yeshivot similares fundadas por rav Ovadia.

Con el lanzamiento del libro «Yabia Omer» (los primeros volúmenes del libro salieron a la luz justamente en los años de la fundación de la primera yeshivá) todo el mundo de la Torá reconoció en rav Ovadia un sabio excepcional. Diversos ofrecimientos de posiciones rabínicas le cayeron de todos lados. Se desempeñó  en la corte rabínica de Jerusalén, posteriormente como rabino de Tel Aviv y, finalmente, como principal rabino sefardí de Israel, Rishón leZión. Todas estas posiciones fueron hitos importantes en la vida de rav Ovadia Yosef. Pero a él no le interesaban en absoluto las altas posiciones; acostumbrado a vivir y estudiar Torá en humildad y pobreza extremas, poco le preocupaba la prosperidad material. Lo principal para él era otra cosa: las posiciones que ocupaba le daban la oportunidad de hablar con la gente y actuar por su bien. Su amor por la Torá es imposible de describir; la inmensidad de sus conocimientos es difícil siquiera imaginar. Vivía Torá, respiraba Torá. Precisamente por todo esto, se dedicó a la restauración de la antigua grandeza de las comunidades sefardíes, lo que significaba en primer lugar  la restauración de la autoridad de la Torá y los sabios, y el retorno de los hijos perdidos a la Torá y a las costumbres de sus padres.

Continuamente  daba pláticas e impartía lecciones. En muchos casos, su audiencia no tenía  siquiera conocimientos básicos de la Torá. Esto no era impedimento. El Todopoderoso, Amo de la sabiduría, ponía en su boca las palabras adecuadas: sencillas y claras, al alcance de todos. Hablaba el lenguaje de la gente. Persuadía, rogaba, instaba a la gente a volver a la fe de sus padres, a brindar a sus hijos una educación judía genuina.  Al principio, Israel secular recibió sus palabras como disparates, e incluso entre los sefaradim religiosos pocos creían que tendría éxito.

Sin embargo, el gran sabio, infinitamente dedicado al estudio de la Torá, salió victorioso. La gente creyó en la voz de la  verdad que salía de la boca de rav Ovadia… voz que brotaba del mundo de los grandes sabios de antaño, de los profetas, de los sabios de Babilonia, rishonim y ajronim, para abrir y revelar  este mundo ante los hijos descarriados del pueblo judío. Multitud de personas llegaban a él con una sola petición: «¡Enséñame! ¡Si no a mí, a mi hijo!». Es difícil de creer, pero el que hoy en día haya tantos bnei Torá de origen sefardí, se lo debemos a rav Ovadia Yosef. Fue él quien encontró el camino a los corazones de la gente y re-encendió en ellos la chispa de santidad. Por su mérito inestimable, cientos de miles de nuestros hermanos comenzaron a vivir una vida judía verdadera.

Dejando el puesto de rabino sefardí principal, rav Ovadia no detuvo su labor de restauración de la antigua grandeza de los judíos sefardíes. Su autoridad era enorme. Pero ni los honores y ni las posiciones interesaban a rav Ovadia, quien seguía estudiando Torá la mayor parte del día. Su autoridad ante el pueblo descansaba sobre la base del infinito amor y la estima que le profesaba y brindaba a cada persona que acudía a él.

Un hombre contó que su madre murió cuando él tenía solo siete años de edad. Su familia vivía en Har Nof, la zona de Jerusalén donde vivía también rav Ovadia. Durante dos años, rav Ovadia llegaba a su casa cada Shabat, y llevaba a él y a su hermano mayor a la sinagoga para las oraciones matutinas. Los chicos se sentaban durante el rezo junto a rav Ovadia mismo. Y después del rezo, iban a comer en la casa del rabino.

Esta historia, de cómo un hombre que tenía 11 hijos propios y sobre quien yacía la responsabilidad de sustentar a miles de niños más (enviados por sus padres a estudiar en las yeshivot abiertas por él), se hizo cargo de dos huérfanos, ganó fama. Pero quienes conocieron a rav Ovadia durante su vida saben que esta historia fue tan solo una de muchas. A pesar de su autoridad ante el pueblo, siempre se mantuvo cerca de la gente sencilla. Caminando por la calle, saludaba a la gente, respondía preguntas, bendecía…

El hijo de rav Ovadia, rav David Yosef, en el hesped (discurso de despedida) de su padre recordó como 14 años antes, un día rav Ovadia de repente se sintió mal y fue llevado al hospital. Tras hacer análisis, los médicos pronunciaron el alarmante veredicto: necesitaba urgentemente cirugía del corazón. Rav Ovadia escuchó a los médicos en silencio, y después preguntó:

—¿Me pueden dejar ir tres horas a casa antes de operarme?

Al oír esto, los médicos y los familiares se sobresaltaron. La situación era más que seria, y posponer la operación era poner en peligro su vida. Rav Ovadia continuó:

—Me estoy ocupando de una aguná  (así se le llama a una mujer cuyo marido está desaparecido). Si no pospongo la cirugía, ¿quién se hará cargo de ella? ¡Tengo que ir a casa y escribir la respuesta a este asunto antes de acostarme a que me operen!

Comenzó su vida en pobreza extrema y sin mayores perspectivas para el  futuro. Estudió Torá durante toda su vida, dedicando al estudio la mayor parte del día. Asumió una misión, cuya realización requiere de muchos más años que los asignados a la persona en este mundo. Pero el Creador misericordioso, por los méritos del gran sabio de la Torá, hizo un verdadero milagro: aun durante la vida de rav Ovadia Yosef, los judíos sefardíes comenzaron a regresar a la Torá. Se abrieron numerosas yeshivot y kolelim, borboteantes de voces del estudio, y surgió una nueva generación de sabios sefardíes de la Torá.

En tiempos recientes, preocupación y angustia acosaron a rav Ovadia a causa de los planes de reclutamiento forzoso de estudiantes de yeshivot. Poco antes del fallecimiento del rabino ocurrió una gran tragedia: el fallecimiento de uno de sus hijos. Durante sus siete días del luto, rav Ovadia dijo que el dolor por el posible reclutamiento de estudiantes de yeshivot al ejército era para él más fuerte que el dolor de perder un hijo.

Fama y grandeza genuinas no dependen de dinero, honor ni posición en la sociedad. Las personas que llenaron las calles de Jerusalén en el día del funeral de rav Ovadia Yosef, vinieron no solamente a despedirse de un gran sabio. Para muchos rav Ovadia era mentor espiritual y ejemplo personal; su partida fue para ellos una pérdida personal. El funeral de rav Ovadia fue también una clara demostración de la auténtica unidad de nuestro pueblo (sin importar origen sefardí o ashquenazí), unidad basada en nuestra sagrada Torá y lealtad al Creador.

Arie Katz

[2] Permanecer Judío: La Vida de Rav Itzjak Zilber

Agradecemos a rav Ben Tzion Zilber por permitirnos publicar la traducción al español del libro «Permanecer Judío», las memorias de su padre rav Itzjak Zilber de bendita memoria. En esta conmovedora autobiografía, rav Itzjak Zilber, el legendario líder de los judíos de Rusia en Israel, cuenta la historia de su vida, entretejida con la historia de los judíos de Rusia detrás de la Cortina de Hierro, y de las pruebas formidables a las que él y su familia se enfrentaron para mantenerse judíos observantes de la Torá. Este libro ha sido un bestseller en ruso, hebreo, inglés y francés. ¡Ahora también en español, esta historia continuará inspirando a miles, mostrando el verdadero significado de Permanecer Judío!

Liutzin
Mis bisabuelos

     Mi tatarabuelo de lado paterno, rav Dovid Tziyuni, vivió hace unos doscientos años. Durante los últimos años de su vida fue rabino de Lyutzin (así se llamó hasta mil novecientos diecisiete la ciudad letona Ludza en la región de Curlandia). En ese entonces este territorio pertenecía a Rusia zarista.

La famosa historia de cómo fue fundado el primer cementerio judío en Lyutzin data de la época de mi tatarabuelo. Aconteció en 1765, cuando la región de Curlandia aún estaba bajo poder del Reino de Polonia; Curlandia sería anexado a Rusia unos treinta años después. Moshé ben David, un sastre judío que vivía en Lyutzin, tuvo una riña con algunos de sus colegas de trabajo, que eran católicos. Buscando venganza, dichos colegas fueron con el terrateniente y acusaron a Moshé de haber profanado la imagen de un «santo» cristiano. Furioso, el terrateniente mandó traer a Moshé y le ordenó que se convirtiera. Prometió a Moshé que si se convertía, lo premiaría con una casa y un campo, advirtiéndole también que si se negaba a hacerlo moriría quemado en la hoguera.

Moshé rehusó de manera inequívoca, afirmando que estaba dispuesto a entregar su vida al Kidush HaShem. Cuentan que cuando Moshé fue  encarcelado, su hijo se apresuró a viajar a Varsovia para pedir clemencia. En aquellos días, sin embargo, los juicios contra judíos se atendían con tanta celeridad, que cuando el hijo regresó de Varsovia con la carta de exoneración, su padre ya no estaba en vida. Había perecido con las palabras «Shemá Israel»  en los labios.

Los miembros de la pequeña comunidad judía recogieron las cenizas de Moshé ben David y las sepultaron. Ese fue el comienzo del primer cementerio judío en Lyutzin.

Poco tiempo después el terrateniente cayó enfermó y empezó a padecer alucinaciones. La visión de Moshé ben David envuelto en llamas danzaba continuamente ante sus ojos. El terrateniente gritaba aterrado:

—¡Perdóname Moshé, perdóname!

Rav David Tziyuni, quien fue rabino de la ciudad durante casi medio siglo, fue sucedido por su hijo rav Naftali, mi bisabuelo, quien es mencionado en la Historia de los judíos de Curlandia (L.B. Avchinsky, 1908). Un descendiente de la familia Tziyuni, rav Israel Zeligman, escribió sobre él en la Megilat Yujsin, un libro dedicado a la historia de esta familia:

Rav Naftali se levantaba a las dos de la mañana y estudiaba hasta la hora de rezar Vatikin. Así hacía casi cada día, e incluso el mismo día de su muerte se mantuvo fiel a esta costumbre. Durante la semana, en Shabat, en las festividades e incluso en Simjat Torá rezaba vatikin. Después del rezo estudiaba Talmud dos horas, desayunaba brevemente y comenzaba sus rondas por la ciudad. Visitaba a los enfermos y a los afligidos, ayudándolos con consejos y palabras amables. Su calidez humana era extraordinaria y muchas personas vanas y pecadoras regresaron al servicio del Eterno gracias a él.

Hacia el final de su vida completaba el estudio del Shas cada nueve meses. Rav Naftali era muy modesto. No quería fama ni honores y por eso nunca publicó jidushé Torá. Cuándo le hacían preguntas, respondía con brevedad. También estudiaba kabalá

Rav Naftali vivió setenta y un años. Él y su hijo mayor, rav Aharon Zelig, hicieron grandes esfuerzos por liberar judíos que estaban siendo reclutados a la fuerza para servir en el ejército. Por esta razón rav Naftali estaba continuamente en pugna con los líderes civiles de la comunidad judía de la ciudad. (En ese entonces, la selección de conscriptos estaba en manos de  los líderes comunitarios. El ejército solamente exigía que entregaran un cierto número de personas). Los líderes de la comunidad judía de Lyutzin no eran tan crueles en sus prácticas de alistamiento como los líderes de otras ciudades, gracias a la influencia e intervención de rav Naftali.

En el año 1827 comenzó uno de los períodos más dolorosos en la historia de nuestro pueblo. De acuerdo a la ley militar rusa que entró en vigor en ese año, no solamente adultos eran llamados a filas, sino que también muchos niños judíos de doce años en adelante fueron obligados a servir en el ejército. Estos niños, llamados «cantonistas», eran educados en batallones y escuelas especiales, en preparación  a su servicio en el ejército ruso. («Cantonista» era un término general para denominar a niños educados dentro del sistema militar, como por ejemplo los hijos de conscriptos rusos). Los niños judíos generalmente eran remitidos a las más severas y lejanas de las escuelas cantonistas. A la edad de dieciocho estos niños pasaban a ser soldados, y sus años dentro del sistema cantonista no entraban en  la cuenta de los veinticinco años de servicio militar que estaban obligados a cumplir. Este decreto permaneció en vigor hasta 1856.

Además de la cuota de reclutas, la cual era casi tres veces más alta para los judíos que para los cristianos, las comunidades judías eran  obligadas a entregar reclutas adicionales como castigo por cualquier incumplimiento de pago de impuestos y por otras ofensas administrativas. Muchas comunidades judías rellenaban esta cuota con niños pequeños de siete u ocho años afirmando que tenían doce años de edad.

El futuro que les esperaba a estos niños era amargo, ya que el ejército tenía la tarea de «educar» a los judíos: en otras palabras, forzarlos a bautizarse. Los métodos educativos eran tan severos, que en muchos casos menos de la mitad de los niños reclutados llegaban con vida a los campos de entrenamiento.

Una vez, en Kazán, vi a un hombre que de niño había sido cantonista. Yo tenía apenas unos seis años pero aún recuerdo vívidamente las historias que aquel hombre viejo contaba acerca de cómo torturaban a los niños judíos en el ejército. Los llevaban a la casa de baños, los desnudaban y los hacían pararse descalzos sobre chícharos ardientes, mientras que los soldados los apaleaban despiadadamente. No todos los niños podían soportar tales torturas y algunos aceptaban el bautizo.

Una vez un cantonista que se había convertido en el ejército llegó a visitar a mi abuelo, rav Yitzele Rezhitzer. Este hombre había estudiado junto con rav Yitzele en el jéider muchos años atrás. Contaba que al aceptar el cristianismo había sido ascendido hasta el rango de general.

Siempre que un grupo de cantonistas pasaba por Lyutzin, rav Naftali iba a visitarlos. Se ocupaba de ellos, les hablaba suave y amorosamente, y trataba de fortalecer su fe para que permanecieran judíos.

La historia del Cantonista

Un ex-cantonista escribió sobre rav Naftali en la siguiente historia (revista «Der yiddishe Shtral», número 1127, año 1995).

Tenía nueve años cuando me separaron de mi madre y me reclutaron para ser soldado. Mi madre era viuda; yo era su único hijo. Mi padre había fallecido antes de que yo naciera y me dieron su nombre. Recuerdo solo vagamente el pueblo donde vivíamos, Pyatovka. Según la ley, por ser hijo único estaba exento de servir en el ejército. Pero para los ricos no hay ley. Algún ricachón, familiar de mi padre o de mi madre, sobornó a las autoridades y me presentó como si fuera uno de sus hijos, para que me reclutaran a mí en su lugar.

El recuerdo de esos tiempos sigue siendo para mí como una horrible pesadilla que no quiero recordar. Yo era todavía muy pequeño y no entendía lo que ocurría. Estuve varios días encerrado en un cuarto junto con otros diez niños desdichados. Los soldados fumaban y decían palabrotas. A todos los demás niños llegaban a visitarlos el padre, la madre u otros parientes. Los visitantes besaban a los niños y les traían dulces.  A mí, en cambio, nadie me visitaba. Cada vez que entraba una mujer con semblante triste, me sobresaltaba, pensando que era mi madre. Pero cada vez resultaba estar equivocado. Mi madre no venía y ello me angustiaba mucho. Cada día sentía más y más rencor. No hablaba con nadie, no le contestaba a nadie. Estaba furioso con todos. No podía evitarlo. Me acuerdo que un día una señora quiso consolarme y trató de acariciarme la cabeza. Yo, como un cachorro enojado, la mordí.

El último día antes de que nos mandaran a la ciudad, un judío de mi stedtl vino a verme. Me dio unos veinte o treinta copecs, una bufanda y unas botas viejas y parchadas.

—Tu mamá te mandó esto —dijo en voz baja y sin mirarme a los ojos.

—¿Y dónde está mi mamá? —pregunté, rechazando lo que me daba. Me sentía avergonzado ante los demás niños. Todos tenían visitas y yo no.

—¿Tu mamá…? Ella duerme, duerme tu mamá. ¿Entiendes, mi niño? Tu mamá está descansando, durmiendo. —Después calló,  y  tras algunos momentos de silencio rápidamente se escabulló.

Una mujer que observaba la escena de lejos dijo:

—Está durmiendo, la pobre… —y empezaron a brotarle lágrimas de los ojos.

Nunca volví a ver mi pueblo. Recordando esta historia años después, entendí que mi madre probablemente falleció en la semana en que me tomaron para el ejército. Pero en ese entonces no comprendía lo que ocurría. «¿No podía haber escogido un mejor momento para dormir? —me preguntaba—. Ninguna otra mamá duerme ahora, sólo la mía».

Viajamos durante cinco semanas. En cada ciudad parábamos uno o dos días para recoger más niños. Todos tenían entre doce y dieciséis años.

En la sexta semana de viaje llegamos a Lyutzin, una ciudad comercial grande, con ferias. En ese entonces todavía no había ferrocarril, pero había un camino grande que iba de Petersburgo a Varsovia que se llamaba Camino de Yekaterina. Este camino pasaba por Lyutzin. En Lyutzin había un punto de acopio, donde juntaban a los niños de todos los stedtls, los dividían en unidades, y los enviaban a sus respectivos destinos.

Me acuerdo de todo esto como de un mal sueño. Tenía frío, mis pies estaban helados, los hombres gritaban, decían malas palabras, se burlaban de nosotros y todo el tiempo nos presionaban para que avanzáramos más rápido. Fatigados, atemorizados, maltratados y heridos, como un rebaño de ovejas que llevan al matadero, llegamos una mañana fría a Lyutzin.

Pero entre todas esas memorias infelices, hay una memoria alegre que siempre calentó mi corazón. Al entrar a las barracas, que eran muy espaciosas, nos sorprendimos de ver un grupo de unos cinco o seis judíos que esperaban nuestra llegada. Uno de ellos resaltaba del grupo. Era un judío bien parecido, de barba negra y ojos cafés profundos e inusualmente expresivos. Pensé: «Así debe verse un ángel que viene a curar a los enfermos y aliviar a los adoloridos». ¡Había tanta empatía en su mirada, tanto amor, una bondad sorprendente! Yo era un pobre chico exhausto y helado. Sus ojos nos atraían a él y cautivaban nuestra atención. De pronto todos nos quedamos en silencio, mirando fijamente al judío «de los ojos».

—¡Shalom aleijem, queridos niños! —dijo. Su voz, serena y cálida, calentaba nuestros corazones gélidos y entumecidos.

—¡Aleijem shalom, rebe!  — exclamamos como siguiendo un mandato, sin saber aún quién era.

Era rav Naftali de Lyutzin. Era joven, habrá tenido unos veintiocho o treinta años, y era alto y ancho de hombros. Le estrechó la mano a cada uno de nosotros encontrando palabras amables para saludar a cada quien. Me acerqué a él quebrantado y en agonía; un peso terrible abrumaba mi corazón. Los demás al menos habían podido ver a su padre o a su madre una última vez, ¡y cómo habían llorado! Pero yo no había visto a mi madre, y no había llorado. Desde el momento en que me separaron de mi madre no había llorado ni siquiera una sola vez. Me sentía lleno de enojo, como un animal herido y acorralado.

Cuando recibía azotes, permanecía callado. Cuando me hablaban, no respondía. Pero en el momento en que vi al judío «de los ojos» algo comenzó a despertar dentro de mí e irrumpí en llanto.

Me dijo:

—Mi niño querido, pobrecito, mi amor, dime, ¿cuántos años tienes?

Yo le contesté llorando:

—Mi mamá no vino a despedirse de mí.

Lloraba y lloraba sin poder parar. Sentía que mi corazón estallaría. Sus manos cálidas me acariciaban. Nos sentamos sobre un tronco en el patio y él siguió acariciándome a la vez que me decía, una y otra vez:

—Llora, llora, niño solitario, huérfano…

Sentía que era mi madre quien me hacía caricias. Cuando me tranquilicé y paré de llorar miré cautelosamente a mi alrededor, como un ladrón. Sentía vergüenza. Pero nadie reía. Los demás judíos que habían venido con el rebe se estaban secando los ojos. Unos cuantos soldados viejos con charreteras sobre los hombros observaban la escena con ceños fruncidos y un comandante gordo con bigotes se secó una lágrima.

Mientras el rebe hablaba conmigo y con los demás niños, dos otros judíos nos repartían panecillos, galletas saladas y compota, mientras que otros más les servían vodka a los soldados. Todos esperaban la llegada del comandante militar.

Cuando llegó, dos de los judíos que sabían ruso empezaron a hablar con él; evidentemente algo le pedían. Lograron lo que querían, pues el comandante dio órdenes de que apuntaran nuestros nombres, y nos dejaron ir con el rebe y los demás judíos. Ellos habían hecho arreglos para que nos hospedáramos con  familias judías mientras nuestra unidad permaneciera en Lyutzin.

Nos llevaron a la sinagoga, que estaba llena. Muchos hombres y mujeres nos aguardaban ahí para llevarnos a sus casas. El rebe supervisó muy cuidadosamente quién se llevaba a cada uno de los niños. No a todos les confió un niño.

A todos los niños se los fueron llevando, hasta que quedé solo yo… «Mi mamá no llegó, y también aquí todos se olvidaron de mí», pensé amargamente. Estaba sentado en una esquina, solo y abandonado, cuando de pronto sentí una mano cálida sobre mi hombro.

—Vamos, mi niño.

¡El rebe, rav Naftali, me llevó a su propia casa! ¡Por eso no me había ofrecido a nadie más!

Cada día, por la mañana y por la noche, debíamos ir a la base a que nos pasaran lista. También rav Naftali iba, para acompañarnos, y se quedaba ahí una hora o más. Se sentaba con nosotros sobre los tablones que servían de camas en las barracas. En días soleados se sentaba fuera sobre un tronco y nosotros, a su alrededor, escuchábamos con avidez sus palabras calurosas y sus historias sorprendentes e inspiradoras. Nos contó muchas historias sobre judíos a quienes habían torturado para hacerlos cambiar de fe, pero que a pesar de su sufrimiento se habían mantenido firmes. Nos contó sobre rabi Akiva, Janania, Mishael y Azarya, y también sobre la Inquisición y las Cruzadas. Pero lo que más le gustaba era contar una y otra vez la historia de Yosef haTzadik.

¿Quién no conoce la historia de Yosef haTzadik? ¡Pero había que escuchar cómo él la contaba! A Yosef lo vendieron sus propios hermanos. Valiéndose de sus talentos, su inteligencia y su honestidad, llegaría a ocupar la posición de virrey en Egipto, pero durante años estuvo lejos de su familia, de su padre, de su pueblo. Y entonces llegó su  gran prueba¹. ¡No hay que olvidar que sus sentimientos estaban heridos; sus propios hermanos lo odiaban y lo habían echado! Sin embargo, en el momento de su prueba vio el rostro de su padre Yaakov ante él y supo que Yaakov lo añoraba y estaba de luto por él. ¿Acaso era culpa de Yaakov que Yosef estuviera tan lejos? ¡No, era culpa de sus hermanos, no de Yaakov!

— Entonces —concluía el rebe la historia, —¡que la cara de Yaakov esté siempre ante sus ojos!

Después de muchos años comprendí por qué nuestro rebe nos contaba tanto sobre Yosef. ¡Rav Naftali era un judío perspicaz! Yosef había sido traicionado por sus propios hermanos y se sentía herido. Hubiera podido enojarse con todos los judíos y abandonar su fe. Pero no lo hizo. ¡Pues su padre Yaakov no tenía la culpa!

Todos los niños lo escuchábamos insaciablemente, absorbiendo cada una de sus palabras. Relataba tan bien, con tanto amor… Sus palabras llegaban a nuestros corazones. Su propio corazón era puro como el corazón de un niño, y en virtud de ello logró transformarnos. Nuestra manera de pensar cambió por completo.

Pasó el tiempo y llegaron los papeles oficiales que anunciaban a dónde mandarían a cada uno de nosotros.

Fue mucho lo que aprendimos durante aquellas cuatro semanas. Nuestros corazones se apegaron a nuestro pueblo y aprendimos a perdonar. Con sus palabras, rav Naftali nos curó de una enfermedad peligrosa: el odio. Antes de conocerlo, cada uno de nosotros había albergado en su corazón odio hacia alguna figura judía de poder. Cada uno de nosotros podía señalar a la persona que lo había traicionado. Pero rav Naftali nos enseñó a perdonar. ¡Qué terrible época de crueldad fue aquella! Así trataban los ricos a sus pobres.

Que el Dios compasivo los perdone, si es que es posible perdonar tal comportamiento. ¿Qué hubiera sido de nosotros de no ser por el rebe y los demás judíos que estaban con él?

En casa del rebe sentí un profundo bienestar. Incluso se me olvidó dónde estaba y qué estaba pasando conmigo. Su esposa fue como una madre para mí. Pero quien significó más que todos para mí fue el rebe mismo. No sé qué encontró en mí. Después de todo, había muchos otros niños además de mí. Quizás desperté en él una compasión especial por ser huérfano, o quizás veía los suplicios que me esperaban, pues rav Naftali tenía una mirada aguda para prever el futuro. Sea como fuere, ese mes fue un gran regalo de Hashem.

Y entonces llegó el terrible y amargo día. La última noche no nos dejaron ir a las casas de las familias. Tuvimos que permanecer en las barracas. En la mañana se escucharon tambores y trompetas. Las manos nos temblaban de frío y los dientes nos castañeteaban. Teníamos mucho miedo. Los días de oro habían llegado a su fin. ¿Qué nos aguardaba? Nuestros pensamientos eran terribles. ¿Vendría nuestro rebe hoy también?

A todos nos ocupaba este pensamiento. No creíamos que vendría, pues apenas estaba amaneciendo y ya estábamos parados fuera con nuestros bolsos sobre los hombros, cansados, temblando. Y de repente levantamos la mirada y… ahí estaba rav Naftali. Se veía diferente, casi irreconocible. Su cara tenía una expresión severa y fría, pero en su mirada había fuego. Él y «sus» judíos pasaron de fila en fila y le dieron a cada uno de los niños que ya habían cumplido bar mitzvá tefilín y arba kanfos (tzitzit). A los más pequeños les dio solamente arba kanfos.

Entonces dio unos pasos atrás y exclamó:

—¡Niños, ustedes son hijos de judíos, ustedes son judíos! ¡Sepan y recuerden que son hijos de Abraham, Yitzjak y Yaacob! —Empezó a llorar. —Son niños judíos; no olviden que son judíos. ¡Recuerden a Daniel, a Janania, a Mishael, a Azarya, a Rabi Akiba y a Yosef. Niños queridos, ¡reciten conmigo ahora Shemá Israel!”²

—¡Shemá Israel, Hashem Elokeinu, Hashem Ejad! —gritamos todos juntos.

—Hijos, empieza para ustedes un viaje largo y difícil. Padecerán muchos sufrimientos y se enfrentarán a pruebas muy difíciles. —No podía hablar bien, se le entrecortaba la voz. —Pero Dios siempre estará con ustedes si ustedes no olvidan a Él, el Dios de Abraham, Itzjak y Yaacob. Niños, los bendigo con la bendición con la que los cohanim bendecían a los yehudim en el Templo. —Y comenzó a recitar la bendición. Se acercó a nosotros y nosotros lo rodeamos.

—Por favor —le imploramos, —¡bendícenos a cada uno por separado! — Posó sus manos sobre nuestras cabezas y nos bendijo.

Aparecieron los primeros rayos del sol. Se escucharon tambores y trompetas. Comenzamos a andar. Pasamos enfrente de nuestro rebe, cabizbajos, y él dijo a cada uno:

—Vé y que Hashem te cuide.

Salimos de la ciudad y desde las montañas volteamos para ver una última vez más la ciudad hospitalaria con el rebe sagrado. La visión de rav Naftali bendiciéndonos permaneció siempre conmigo. Hasta hoy lo veo ante mí susurrando “Yevarejeja…” ³

Continuación de las Crónicas Familiares

Después de la muerte de rav Naftali, su hijo mayor, rav Aharón Zelig Tziyuni lo sucedió como rabino de Lyutzin. Él es mencionado en el extracto de Megilat Yujsin citado anteriormente.

Rav Aharón Zelig tenía una hija y su hermana Malka tenía un hijo. La hermana le dijo al hermano:

—Te propongo a mi hijo Eliezer para tu hija.

El rav contestó:

—Está bien, pero necesitamos un shadján.

Alguien estaba de visita en la casa en ese momento y el rav le preguntó:

—¿Quieres ganarte un rublo por un shiduj? Repite después de mí: Propongo a Eliezer, hijo de esta mujer, para tu hija.

Le pagó un rublo y el shiduj quedó concluido. Rav Eliezer Don-Yijie, el futuro autor del libro Even Shesiya, pasó a ser yerno de rav Aharón Zelig. Después del fallecimiento de rav Aharón Zelig, rav Eliezer lo sucedió como rav de la ciudad.

Rav Eliezer vivió ochenta y ocho años (nació en 1838) y falleció en la fecha de su nacimiento, el 4 de Tammuz. El Talmud dice que Dios da años completos a los justos. 

Después de rav Eliezer el  guía espiritual de los judíos de Lyutzin fue su hijo, rav Benzion Don-Yijie. Él fue asesinado por los Nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Rav Benzion Don Yijie escribió en sus comentarios a la Meguilat Yujsin (titulados “Yajas Avos” y publicados junto con el texto de la Meguilat Yujsin) que cuando el jasidismo comenzó a propagarse en Europa Oriental, rav Naftali Tziyuni quiso observarlo con sus propios ojos. Fue a visitar al hijo del Alter Rebe, reb Dov Ber, y permaneció ahí algún tiempo conversando con él y observando a los jasidim. Rav Benzion también menciona que la familia aún conserva una carta que reb Dob Ber escribió a rav Naftali.

¹ Con la esposa de Potifar.
² El Shemá es la declaración fundamental de fe del judaísmo.
³ “El Eterno te bendicirá y te protegerá…” (Bemidbar 6:22-27), el principio de la bendición de los cohanim.
 Rosh HaShaná 11a y Sotá 13b.

[3] ¿Cómo Convencer al Prójimo?

Rav Ruben Kuklin
En memoria de la rabanit Gita Lea Silver

          Dice el jumash Bemidbar (18:7): «Y tú y tus hijos contigo preservarán su sacerdocio para todo asunto del Altar y dentro del Velo, y servirán; como servicio de presente Yo otorgo el sacerdocio a ustedes, y el lego que se acerque, morirá».

En el tratado Shabat (31a) del Talmud leemos la siguiente historia: Un gentil, pasando frente a la casa de estudio, escuchó una voz citando el versículo de la Torá (Shemot, 28:4): «Estas son las vestimentas que harán: joshen, efod…». A su pregunta: «¿Para quién son estas vestimentas?» le contestaron que eran las vestimentas para el sumo sacerdote. Fue con Hilel, gran sabio judío, pidiendo que lo convirtiera al judaísmo, para ser sumo sacerdote. Hilel accedió. Una vez que se convirtió, Hilel le dijo:

—En vista de que deseas ser sumo sacerdote, es indispensable que estudies las leyes pertinentes. No se puede coronar a quien no está instruido en las ceremonias reales.

El ger comenzó a estudiar las leyes relacionadas al sumo sacerdocio y llegó al versículo: «Y el lego que se acerque, morirá». Preguntó:

—¿A quién se refiere el versículo?

Contestó Hilel:

—Incluso a David, rey de Israel.

Pensó el ger: «Si incluso al gran rey David le corresponde morir por acercarse al servicio sagrado del sumo sacerdote, a mí, tan ignorante, ¡con más razón!»

A primera vista no se entiende por qué Hilel no dijo desde el principio que solamente un cohen puede llegar a ser sumo sacerdote.

La razón es que al principio de la historia el gentil aún no era capaz de aceptar y recibir las palabras de Hilel, y hubiera pensado: «¡me engañan los judíos!». Solamente cuando él mismo, al estudiar las leyes relacionadas al tema, llegó a la conclusión de que no era elegible para el sumo sacerdocio, pudo comprender y aceptar esta realidad.

De esta historia aprendemos un principio importante: Si queremos que alguien comprenda e interiorice algo, conviene ayudarlo a que él mismo llegue a la conclusión pertinente.

Otra historia más del sabio Hilel (también escrita en el tratado de Shabat) viene a reforzar este principio. Dice ahí que un gentil acudió a Hilel y le dijo que aceptaba la Torá escrita, mas no la oral. El gentil pidió a Hilel que lo convirtiera respetando su condición de que le enseñara solamente Torá escrita, y no Torá oral. Viendo su deseo sincero de acercarse al Creador, Hilel accedió.

Los estudios de Torá escrita del candidato a giyur comenzaron; el primer día Hilel le enseñó el alef-bet. Al día siguiente, señalando la letra alef le dijo que era bet, y señalando la letra bet le dijo que era alef; y así por el estilo. El gentil protestó:

—¡Esta no es bet, es alef!

—¿Cómo sabes? —inquirió Hilel.

—¡Ayer me dijiste!

—¡Veo que te basas no solamente en el texto escrito, sino también en información que recibiste de mi boca! ¿En ese caso, por qué no quieres recibir información oral acerca de toda la Torá?

Cuando el gentil formuló su condición, Hilel no intentó siquiera explicarle que la Torá escrita no puede existir sin su explicación oral. Explicó esto únicamente cuando el gentil fue capaz de llegar él mismo a dicha conclusión.

En el midrashOzar haMirashim» capítulo «Kaana») encontramos un maravilloso ejemplo más de nuestro principio.

Rav Kaana, un gran sabio de la Torá, tenía un hijo que se llamaba Salik. Dicho Salik estudió Torá diligentemente a lo largo de muchos años, sin salir jamás de la casa. Solo cuando creció, se permitió salir a conocer el mundo a su alrededor. Paseando por el mercado, Salik sintió mucha sed. Divisó un vendedor de bebidas, y se acercó a él con la petición de que le diera alguna bebida para aplacar su sed.

—No tengo dinero, pero he adquirido sabiduría de la Torá, ¡dame de beber! —imploró el joven.

El vendedor rehusó decididamente, citando fuera de contexto un versículo de Kohelet:

—«Si adquiriste sabiduría, la adquiriste para ti mismo…».

—Pero estudié Torá a lo largo de muchos años, ¿acaso todos mis años de estudio no valen ni siquiera un vaso de agua?

—«Si estudiaste mucha Torá, no consideres esto tu mérito, ya que para ello fuiste creado» —continuó el vendedor haciendo alarde de su «erudición», esta vez citando una mishná de Pirké Abot (2:8).

Salik regresó a casa profundamente decepcionado y enormemente enfadado. En su desesperación rasgó sus ropas y les dijo a sus padres:

—¡Toda la Torá que estudié no vale ni siquiera un vaso de agua! ¡Quiero ejercer un oficio!

Rav Kaana, recordando las palabras de nuestros sabios: «no apacigües a tu prójimo en el momento de su ira» (Pirké Abot 4:18), contestó serenamente a su hijo:

—Estoy de acuerdo en que ejerzas un oficio. Para ello necesitarás un capital inicial. Te daré una perla magnífica. Ve a donde negocian con joyas y véndela. El dinero que obtendrás de su venta te permitirá embarcarte honorablemente en tu nuevo oficio. Pero hijo —agregó rav Kaana—, no vendas la perla en la primera tienda que encuentres. Pregunta cuánto te ofrecen, y ve a otra tienda con joyas más caras; pero tampoco ahí la vendas. Continúa de esta manera hasta que llegues a la tienda donde venden las joyas y piedras preciosas de más alto valor, y averigua cuánto te ofrecen por tu perla. Ahí la venderás.

Así hizo Salik. En la primera tienda, donde vendían bisutería, los vendedores, sin sospechar siquiera el verdadero valor de la perla, le ofrecieron una sola moneda de plata. Salik andó de tienda en tienda. Mientras más cara era la tienda a la que entraba, más entendían los vendedores de joyas, y más le ofrecían por la perla. Finalmente, en la última tienda a la que entró, el vendedor se maravilló de la belleza y las características únicas de la perla, y le ofreció a Salik mil quinientas monedas de oro.

Cuando Salik volvió a casa con la enorme suma, su padre le dijo:

—Te pedí que vendieras esta perla para enseñarte una lección importante. Como ves, el verdadero valor de algo muy valioso solo puede ser estimado por un gran especialista. Tu estudiaste Torá, el valor de la cual está por encima de todo, como aprendemos en Mishlé 3:15: «Vale más que perlas, y toda tu riqueza no se compara con ella». ¿De verdad crees que un simple vendedor de refrescos puede apreciar el valor de tu Torá? ¿Cómo puede ser que sus palabras te hicieron creer que tu Torá no vale nada?

Desafortunadamente, el midrash se interrumpe aquí. Su continuación no llegó a nosotros. Pero es fácil suponer que las palabras de rav Kaana convencieron a Salik de su error.

Como vemos, la sabiduría de rav Kaana consistió en dar a su hijo la oportunidad de llegar a través de su propia experiencia a la conclusión deseada.


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